Soy madre de una niña de siete años llamada Anna. Desde que su padre falleció, la crío sola y tengo que trabajar mucho para llegar a fin de mes.
Por eso, después del colegio, Anna está al cuidado de mi suegra, la madre de mi difunto esposo. Vive a cinco minutos de nuestra casa, y hasta hace poco pensaba que podía confiar en ella.

Aquella tarde, como de costumbre, regresé a casa tarde, alrededor de las ocho. Ya estaba oscuro. Y entonces vi algo que me dejó paralizada: Anna, acurrucada sobre la alfombra junto a la puerta, con la cabeza baja y una manta sobre los hombros.
Estaba durmiendo… afuera. Frente a la puerta de nuestra casa. 😯
Corrí hacia ella. Su carita estaba fría, sus manos heladas. La desperté con cuidado, con el corazón destrozado. No lloró. Simplemente me miró y dijo:
—La abuela me sacó afuera porque me porté mal. Dijo que era mi castigo.
Al principio pensé que no había oído bien.
Más tarde, mientras le preparaba algo caliente, me contó lo que había pasado.

Se había portado mal durante el día: no quería hacer la tarea, interrumpía, se enojaba. Y en lugar de hablar con ella o quitarle un juguete, mi suegra decidió… sacarla afuera.
—Me dijo que te esperara. Cerró la puerta y se fue a su cuarto.
No sabía qué decir. Estaba en shock, me dolía. ¿Cómo alguien en quien confiaba podía pensar que ese método de educación era aceptable?
Un niño solo, afuera, en invierno… podría haberse enfermado. Podría haberle pasado cualquier cosa.
Lo peor era que para mi suegra ese “castigo” era algo normal. Al día siguiente, cuando la llamé, simplemente dijo:
—Así lo hacíamos nosotros. Es una manera rápida de poner a los niños en su lugar.

No. No conmigo. Y no con mi hija.
Desde esa tarde, Anna ya no va con su abuela.
Encontré otra solución, aunque más cara. Porque ahora prefiero privarme de algo yo misma antes que volver a encontrar a mi hija… afuera, sola, castigada por ser simplemente una niña.