Durante el funeral de los soldados, cientos de águilas descendieron de repente sobre las tumbas: la gente quedó en shock y no entendía la razón de ese extraño comportamiento de las aves… hasta que descubrieron la terrible verdad.

Durante el funeral de los soldados, cientos de águilas descendieron de repente sobre las tumbas: la gente quedó en shock y no entendía la razón de aquel extraño comportamiento de las aves… hasta que descubrieron la terrible verdad.

Cien soldados que habían dado su vida por la patria fueron enterrados en un mismo cementerio, uno al lado del otro. Cada uno tenía una lápida idéntica, símbolo de hermandad, igualdad y memoria eterna. En cada piedra estaban grabados el nombre, el apellido, la fecha de nacimiento y la de muerte —la misma para todos—, el día en que cayeron defendiendo su tierra.

Aquel frío día de otoño, sus familiares se reunieron en el cementerio. La gente permanecía en silencio: algunos sostenían flores, otros un pañuelo, otros simplemente miraban al suelo. El tiempo parecía haberse detenido. Cien lápidas, un silencio absoluto… solo las hojas secas danzaban en el viento.

Cuando llegó el minuto de silencio, nadie pronunció una palabra. Cada uno estaba sumido en sus recuerdos, en su pérdida. Y entonces se oyó un sonido extraño: el batir de unas enormes alas que cruzó el aire sobre las cabezas de todos.

La gente levantó la vista, y el cielo pareció cobrar vida: una bandada de águilas, decenas de grandes aves, descendían una tras otra, posándose sobre las lápidas.

Nadie se movió. Ni siquiera los niños se atrevieron a hablar. Las águilas se posaron tranquilamente sobre las piedras, extendiendo las alas, como si ocuparan su lugar.

No temían a las personas ni se inmutaban por el ruido. Simplemente se quedaban allí, inmóviles y serenas. En pocos minutos, todo el campo estaba cubierto de aves: cien tumbas, cien águilas.

Cuando terminó la ceremonia, las águilas, como si alguien las hubiera llamado, comenzaron a elevarse una a una: primero una, luego otra, y después otra más. En pocos minutos, el cementerio quedó vacío, sin rastro de su presencia.

Los asistentes permanecieron desconcertados: algunos se persignaban, otros grababan la escena con sus teléfonos, otros lloraban. Todos intentaban entender lo que había ocurrido. Y cuando por fin se supo la explicación, muchos quedaron aún más asombrados.

Los rumores se extendieron rápidamente por la ciudad: que las almas de los soldados habían regresado en forma de águilas, que el cielo mismo había venido a despedirse, que era una señal divina.

Pero unos días después, los ornitólogos ofrecieron una explicación más simple: aquel día, la temperatura del aire era muy baja, y las lápidas de mármol, calentadas por el sol, conservaban el calor por más tiempo que la tierra alrededor.

Las águilas, que regresaban de su migración, percibieron ese calor y simplemente se posaron allí para calentarse, sin saber en qué lugar exacto lo hacían.

La gente escuchó la explicación, asintió, aceptó… pero en el fondo, nadie quería creer en una simple coincidencia. Porque a veces el corazón prefiere creer no en la ciencia, sino en el milagro.

Y aquel día, muchos quisieron pensar que las águilas habían llegado no por casualidad, sino para inclinar sus alas una vez más ante quienes, en su momento, no temieron desplegarlas por los demás.

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