Cuando estaba casada, creía que mi esposo era perfecto. Él me aseguraba que éramos la pareja ideal, pero en un momento, cuando la vida presentó sus dificultades, mostró su verdadero rostro.
Mi exmarido solía decir que yo no servía para nada, que ni siquiera podría tener un hijo. Sí, tenía problemas de salud, pero eso no era motivo para esas palabras.
Se fue con una joven amante, que pronto le dio un hijo. Yo me quedé sola, con la sensación de que ya no merecía la felicidad.
Pasaron los años. Envejecía, pero no por una vida buena. La vida después del divorcio fue cruel: vendía en el mercado, apenas ganaba para el pan y luchaba contra los recuerdos de cómo fueron las cosas antes.
Le decía en su cara que no construiría su felicidad sobre la desgracia ajena. ¿Y qué pasó? Encontró una nueva familia, y yo me quedé sola.
Pero, hace dieciocho años, me lo encontré. Estaba frente a mí — con un traje caro, en un auto lujoso, con su nueva esposa, una hermosa mujer de piernas largas.
Ni siquiera me reconoció, aunque yo estaba cerca. Mi alma se llenó de amargura al darme cuenta de que para él solo soy “esa campesina” que no merece atención. Las lágrimas corrían por mis mejillas, sentía cómo la amarga envidia se mezclaba con el dolor.
Pero unos días después, supe toda la verdad. ⬇️⬇️
Este hombre, que parecía afortunado, con una casa lujosa, autos caros y una esposa perfecta, era infeliz.
Su bella esposa le era infiel a cada paso, y él lo soportaba, sabiendo de sus escapadas. El hijo que tanto esperaba estaba bajo la tutela de esa mujer.
Y ese hijo, gracias a su “buena” mamá, se volvió un verdadero holgazán, expulsado de la universidad, gastando el dinero de su padre en tonterías.
Ahora, mirando su “vida feliz”, comprendía que no tenía lo que realmente importa — paz en el alma. ¿Y yo? Sigo vendiendo verduras en el mercado, pero mi conciencia está limpia.
No traicioné ni a mí misma ni a mis principios por un placer momentáneo. Y en eso encuentro mi fuerza y orgullo.